Hubo un monje del siglo XIII en Gallur que alcanzó cierta fama en Aragón y en parte de la cristiandad, tal era su maestría en el arte de la oratoria, una de aquellas personas dotadas con el don de la palabra. Me refiero a Lope Fernando de Ayn, más conocido como Beato Agno. Es por ello que en el año 1956 se construyó en Gallur una iglesia en su honor en el barrio de Las Baratas.
Fue el papa Gregorio IX quien le nombró con el apelativo de “agno” y por eso se le llama comúnmente Beato Agno, beato tras ser beatificado por el papa Inocencio VI y agno porque deriva del latín agnus, que significa cordero, animal que en el seno del cristianismo siempre se ha asociado con la inocencia, bondad y sumisión a Dios; a diferencia de lo que representaría su nombre natal Lope, que deriva del latín lupus y que significa lobo.
Nació en Gallur en el año 1190 y tras finalizar sus estudios eclesiásticos fue nombrado canónigo del Pilar, puesto que mantuvo hasta que decidió ingresar en la orden de los franciscanos, una nueva orden creada recientemente por Francisco de Asís, que se caracterizaba por un radical voto de pobreza extrema y por su predicación fundamentalmente en las ciudades. Eran monjes mendigos que predicaban en las calles y atendían a los enfermos. Nuestro gallurano fue el primer aragonés en ingresar en dicha orden.
Poco tiempo después fue enviado por sus superiores a Roma, donde entabló relaciones estrechas con varios papas, que enseguida vieron su valía como predicador. Es por ello que lo nombraron «obispo de Marruecos» y Legado Apostólico en el norte de África. La Iglesia consideraba que aquellas regiones de mayoría musulmana precisaban de los mejores oradores, misioneros y evangelistas para convertir a aquellas gentes al cristianismo y el Beato Agno era uno de esos hombres. El historiador Antonio Capapé en el programa de fiestas de Gallur del año 2008 señala que se conservan algunas de sus cartas y varios de sus sermones escritos en castellano, latín y árabe.
Allí, en Marruecos, gozó de la protección del gobernador conocido por los cristianos con el nombre de Miramamolín, ayuda sin la cual nunca habría podido realizar su labor misionera en el norte de África. Imaginad que discurso y mensaje más bondadoso y caritativo transmitiría para ser respetado, admirado y protegido por el gobernador, a pesar de su diferente credo, en aquella época. O pensad en la mentalidad abierta de aquel gobernador musulmán, que veía las predicaciones de un extranjero cristiano no como un problema, sino como enriquecimiento cultural, siempre y cuando no hiciera proselitismo entre la población musulmana. Actualmente es vox populi que los musulmanes son poco menos que bárbaros fundamentalistas que practican una religión intolerante, pero si la gente conociese la historia completa del islam y el cristianismo, vería que ha habido ciclos y unas veces los Estados cristianos han sido los fanáticos incivilizados, y otras viceversa.
Regresó a Roma con el propósito de recabar más ayudas para su labor misionera y para obtener el permiso para peregrinar a Tierra Santa. Cuando volvió de aquellos lugares fue enviado a tierras hispanas como legado pontificio por el papa Alejandro IV para delimitar tres diócesis, una de ellas el obispado de Cartagena, territorios recientemente arrebatados a Al-Andalus por los reinos cristianos del norte peninsular. Y es que una vez conquistadas esas regiones, había que reorganizarlas civilmente y eclesiásticamente.
Ese mismo año, por orden del papa y contraviniendo su discurso humanitario, predicó una cruzada por toda España contra los musulmanes del norte de África. Y es que Lope Fernando era hijo de su tiempo y por aquel entonces el predicamento de la caridad y el amor al prójimo no estaba reñido con la intolerancia al infiel. Esta cruzada se quedó en agua de borrajas, si se me permite la expresión, porque el rey Alfonso X “el Sabio” no recibió suficiente apoyo internacional. El mismo papa presionó para que Enrique III de Inglaterra se dirigiera a Tierra Santa, en lugar de ayudar a Alfonso X “el Sabio” de Castilla. Tampoco consiguió los barcos de Marsella, de Pisa ni del rey Haakon IV de Noruega. Al final, todo quedó en una tímida incursión en el norte de África en el año 1260 de Alfonso X con el único respaldo de sus súbditos castellanos.
El 9 de enero de 1258, siendo obispo, consagró por segunda vez la iglesia del monasterio de Sigena y murió en el año 1260. Sus restos fueron enterrados en el convento de San Francisco de Zaragoza y allí permanecieron hasta el año 1809, fecha en la que el monasterio quedó destruido por los franceses en la Guerra de la Independencia, perdiéndose para siempre sus restos y construyéndose a posteriori sobre sus ruinas la sede de la Diputación Provincial. No poseemos ningún retrato de su persona y a pesar de que no sabemos el día exacto de su nacimiento ni de su muerte, su festividad se celebra el 14 de marzo.
Santiago Navascués Alcay
Lcdo. en Historia por la Uni. de Zaragoza.