En un siglo y un año desconocido, puede que en la décimo cuarta centuria, se presentó en Alagón un mercader con un voluminoso cargamento de salmón. Por aquel entonces era un alimento muy preciado, más en estas tierras del interior. Los desdichados alagoneses veían continuamente pasar estas mercancías desde el norte a Zaragoza y nunca podían probar bocado de tan exquisitos manjares, pues siempre era vendido todo el género en la capital del Ebro.
Los infelices alagoneses quisieron degustar por primera vez aquel pescado y se decidieron a comprarle a aquel marchante todo el suministro que llevaba en su carro. Sin embargo, el comerciante no accedió a venderles ni un sólo ejemplar, pues transportaba un encargo y el mayor destinatario era ni más ni menos que el palacio real.
Los alagoneses reaccionaron incautando por las armas gran parte de la mercancía pero, fueron tan honestos que se comprometieron a pagar lo robado al regreso del mercader y al precio estipulado en un documento notarial que tasara el valor de lo usurpado.
La venganza del mercante no tardaría en llegar. Consiguió vender en Zaragoza el poco pescado que habían dejado y que un notario declarara que había vendido cada onza de salmón a un precio de una onza de oro. Quién sabe qué relación, trato o favor tuvo con aquel notario para que testimoniara tan alto precio.
Cuando volvió a Alagón acreditado por el documento notarial, la cantidad exigida era tan alta que ni siquiera el concejo podía pagarla. Entonces el traficante acudió a la justicia, que dictaminó a su favor, condenando a las familias que participaron en el atraco a pagar un impuesto anual hasta que la deuda fuera saldada.
Cuentan que la cantidad exigida era tan desorbitada, que este impuesto se pagó hasta tiempos de la II República. ¡Tan caros salmones!
Santiago Navascués Alcay
Lcdo. en Historia por la Univ. de Zaragoza